AGUA SALADA

Leticia Barbero

Curso de Fotografía Creativa (nivel 2)

Hace ya unas semanas que me visita un recuerdo:

Yo había terminado primero de Enfermería y quise hacer un voluntariado en Psiquiatría. Era verano, uno de los más calurosos que se recuerdan en Sevilla y aquel era el lugar más deprimente que yo había conocido hasta el momento.
Con sus rejas al fondo, dosificando la luz que permite el entramado de un tamiz y la tonalidad de blanco que matiza un millar de cigarros, envolviéndolo todo, cada mañana al entrar, veía cómo Anabel recorría, con entusiasmo fascinante, el pasillo infinito.

Ataviada con su pamela, gafas de sol y chanclas, toalla al hombro, al grito de «¡me voy a la playa!», si bien su atrezo ya hablaba por ella.

No pretendo fingir que sé qué pasaba por su cabeza, ni que ella fuese dueña de sus emociones (si es que alguno somos dueños de nuestras emociones) ni que esto trata de ver El Lado Bueno de las Cosas.

No es un llamamiento sobre la enfermedad mental para concienciar a nadie de su existencia (precisamente, porque es un tema que respeto), ni tampoco sobre cómo el aislamiento nos afecta. No. Todos lo sabemos ahora.

Es una idea más simple. ¿Quién no se ha sentido alguna vez atrapado? ¿Quién no desearía huir alguna vez, evadirse? ¿No necesitamos todos viajar a través de la imaginación?

Este trabajo es solo mi viaje personal a través de un recuerdo y mi reflexión acerca de algo que intuyo que Anabel sabía y que yo no aprendí muchos años después.
Fue al leer la frase de Karen Blixen: «La cura para todo siempre es el agua salada: el sudor, las lágrimas o el mar». Desde entonces, yo, como Anabel, escogí el mar.